Subtítulo:
“Cuando el lobo despierta, no hay marcha atrás.”
Ariadna pasó la noche en vela. No había forma de dormir después de lo que había visto, sentido y recordado. La imagen de su madre, tan parecida a ella, y ese lobo a su lado, le revolvía el estómago. No de miedo, sino de ansiedad. Algo dentro de ella vibraba distinto. Su cuerpo ya no respondía como antes. Sus sentidos se habían agudizado. Escuchaba el agua de las tuberías, el leve zumbido eléctrico del refrigerador. Olía cosas que antes no percibía. Y lo más aterrador: sentía emociones que no eran suyas.
A mitad de la madrugada, cuando la ciudad dormía, salió al balcón buscando aire. La luna estaba alta, redonda, luminosa. Al mirarla, una punzada recorrió su espalda, como si su piel ardiera desde dentro.
Se apoyó en la baranda.
—¿Qué me estás haciendo? —susurró, pero la pregunta no era para la luna. Era para la vida. Para su loba. Para esa parte de ella que ya no podía negar.
Cerró los ojos y, por un segundo, sintió un aullid