Subtítulo:
“No siempre somos lo que recordamos, pero sí lo que llevamos en la sangre.”
Ariadna volvió a casa en completo silencio. No encendió la radio, ni revisó el celular. Solo conducía como si el camino conociera su destino más que ella misma. El encuentro con Kael la había dejado sin aliento. No por miedo. Sino por esa maldita sensación que le causaba: ese instinto de confiar en él, incluso cuando la lógica gritaba lo contrario.
Estacionó el auto frente a su edificio y se quedó sentada, mirando la noche cerrada. Las luces lejanas parecían tan irreales como su vida en ese momento. Respiró hondo y bajó lentamente.
Pero apenas cruzó la puerta del apartamento, lo supo: alguien había estado allí.
No había desorden, pero el ambiente estaba cargado. Como si algo invisible la observara desde las paredes. Caminó con cautela por el pasillo, los dedos rozando las llaves en su bolso como si fueran armas. Entró en la sala y lo encontró sobre la mesa del comedor: un sobre negro, con su nombre