Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 4
Arya. Aún siento el eco de ese aullido vibrando en la base de mi cráneo. La última imagen clara fue el miedo en los ojos de mi padre, la caída de Lior y la sumisión de la manada. Mi cuerpo, magullado y quebrado por el dolor, se levantó por una fuerza que no era mía, una furia ancestral. Cuando la convulsión cedió y el aire regresó a mis pulmones, solo quedó una orden: Huye. Corrí. Mis piernas se movían con una velocidad que nunca antes había conocido. Era mi lobo controlando cada acción. Los árboles se volvieron líneas borrosas, el suelo era un tambor que golpeaba a mi paso. El dolor se disolvió. No era ausencia, sino una niebla espesa que el instinto de supervivencia había puesto entre el sufrimiento y yo. Corrí hasta que sentí que mis pulmones iban a estallar, hasta que el bosque se hizo más oscuro, más denso, más ajeno a mi territorio... hasta que la adrenalina se agotó y la niebla del dolor se disipó, golpeándome con la realidad de mi cuerpo destrozado. Cada pisada era una aguja clavada en mi costilla, cada bocanada de aire quemaba mi garganta. Finalmente, caí. Caí en la tierra húmeda, sobre musgo frío. Arrastrándome unos metros, mis manos se aferraban a las raíces con desesperación, tratando de encontrar un último aliento. "Estoy sola." "Los he abandonado." Soy una traidora, sí. Pero ellos son mis verdugos. Intenté enfocarme, escuchar algo, pero mis oídos solo captaban el pulso salvaje de mi corazón. Y ese corazón ajeno que ahora late dentro de mí. El mundo empezó a difuminarse. La luz se apagaba lentamente, solo podía ver algunas siluetas. Sombras deformes que se movían entre los árboles. Eran grandes, más grandes que cualquier beta que conociera. Se acercaron sin hacer ruido, como espectros hambrientos. Sus ojos de un rojo brillante, feroz, perforando la oscuridad. Vi el destello de unos colmillos afilados, más largos, más peligrosos. Eran Lobos. Intenté levantarme, pero mi cuerpo me traicionó. Pude ver figuras acercándose, siluetas oscuras cubriendo la poca luz que quedaba. El miedo, ese miedo primario que anula el pensamiento, me paralizó. Y entonces, todo se volvió oscuridad. Mas tarde, el despertar fue lento y brutal. Mi cuerpo protestando, cada músculo gritando por la violencia recibida. Lo primero que invadió mis fosas nasales fue ese olor a tierra mojada, a humo, pero con un matiz metálico, a poder indomable. Un olor que me revolvía el estómago y al mismo tiempo me anclaba a un recuerdo peligroso: la noche en el río. Su olor. ¿Dónde estoy? Intenté moverme, pero un dolor agudo se disparó desde mi tobillo derecho. Abrí los ojos, tratando de enfocarme en la oscuridad que me envolvía y la a realidad me dio una bofetada en la cara. Estaba acostada sobre paja seca, o quizás, una cama improvisada. Mis ojos se dirigieron a mi tobillo. Una cadena gruesa, oxidada, conectada a un grillete de hierro. No era una simple atadura; era el peso de una sentencia. Miré a mi alrededor. Muros de piedra tallados con figuras en relieve, símbolos que no podía entender, pero que irradiaban una sensación antigua, oscura, peligrosa. Frente a mí, unos barrotes metálicos, negros y sólidos. El pánico se apoderó de mí. Mi lobo, el que había despertado con tanta fuerza, ahora estaba dormido, o reprimido quizás. Sentí mi vulnerabilidad como un manto pesado. Estaba indefensa, encadenada. De pronto, escuché pasos aproximándose. Mi corazón se saltó unos latidos. Me puse alerta, lista para gritar o pelear si era necesario. Un hombre apareció ante los barrotes. Un guardia. Su rostro era duro, su mirada era de indiferencia fría, y vestía la armadura oscura y pesada que solo había oído mencionar en conversaciones ajenas. —Bienvenida a las mazmorras de la Manada de las Sombras —dijo el hombre, con cierta burla. Tragué saliva con dificultad. Mi boca estaba seca. Mi manada me había arrojado a los lobos de las Sombras y ahora ellos me tenían atada. "No llores. No supliques. No muestres debilidad." Me dije, recostándome contra la pared, tratando de proyectar una imagen de calma que no sentía. Pero justo cuando iba a encararlo, una voz irrumpió en el corredor. Lejana al principio, pero clara. Potente. Una voz que me resultó demasiado familiar. Y al mismo tiempo, el olor. Su olor, inconfundible, el mismo de la noche en el río, pero más intenso, más... dominante. Esa voz me sacó por completo de mi ensimismamiento, de mi pánico. Era él. El hombre que me había hecho suya aquella noche y me había marcado por error. Un rayo de esperanza, absurdo e ingenuo, me cruzó la mente: "Si él es parte de esta manada, quizás pueda ayudarme a escapar." Yo lo salvé aquella vez... Quizás él pueda hacer lo mismo por mi. Pero la esperanza se convirtió en una estaca fría clavada en mi pecho al ver la figura que se acercaba. No era un lobo más en la manada de las Sombras. Él parecía tener el control absoluto de ese lugar. Vestía una gabardina oscura, impecable, que se fundía con la penumbra. Sus pasos eran lentos, deliberados, el ritmo de un depredador que ya ha atrapado a su presa y ahora disfruta del paseo. Aún en la oscuridad de la mazmorra, la presencia de ese hombre era abrumadora. Se detuvo frente a los barrotes, la luz de una antorcha en el pasillo proyectó sombras duras sobre él. Su rostro borroso por la ausencia de luz, pero su figura era inconfundible. La cicatriz que cruzaba su ceja, el ángulo de su mandíbula. Él era el Alfa que me había encadenado. Un escalofrío me recorrió de los pies a la cabeza. No era un Beta cualquiera, no era un simple guardia. Era alguien de alto rango. Y su mirada... cuando por fin me enfocó, me golpeó con la misma fuerza que el puñetazo de Lior. No hubo deseo, ni arrepentimiento. Solo posesión fría. El guardia se inclinó ligeramente ante él y se retiró, dejándonos solos en el silencio. —Te lo advertí, pequeña omega —dijo aquel hombre. Su voz certera como una espada de doble filo—. Ahora estás en mi mundo. Me perteneces. Eso de "pequeña omega" me encendió la rabia. No voy a ceder ante él. Morir con la frente en alto. Esa fue mi promesa. Y este hombre podrá encadenar mi tobillo, pero jamás mi voluntad. Me levanté con un esfuerzo tremendo, usando la pared de piedra como apoyo. Cojeé hasta los barrotes, obligándolo a mirar mi rostro magullado y mi postura erguida. —Puede que este sea tu mundo —respondí, mi voz, traicionera, salió temblorosa, pero firme a la vez—. Pero no pienso obedecerte, ni aquí ni en ninguna parte. Prefiero morir en el suelo de tus mazmorras que ser tu esclava. Lo desafié con la mirada. Un desafío suicida. Su expresión, antes de poseedor, ahora se tensó en algo más parecido a la sorpresa, mezclada con una diversión oscura. Me miró de arriba abajo, deteniéndose en mi tobillo encadenado y luego regresando a mis ojos. Su sonrisa fue lenta, peligrosa. —¡Qué lástima! —dijo, dando un paso adelante. Su sonrisa era una mezcla de crueldad y diversión—. Veo que tu espíritu sigue indomable. Pero eso no durará mucho en este lugar.






