Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 3
Arya Los recuerdos de aquella noche me taladran la cabeza sin pedir permiso. Golpean mi mente como un huracán. Aún siento el sabor de sus besos en mis labios, la áspera fricción de su piel contra la mía, el olor de su cuerpo que me dejó marcada. Me sumerjo en el río, dejando que el agua fría me cubra hasta que mi piel se adormece. Pero al salir, siempre hay algo de él pegado a mí, justo bajo la piel. Lo odio. Lo deseo tanto. Lo pienso hasta que su recuerdo me duele. Él pertenece a las Sombras, lo supe desde que vi esa maldita insignia de hueso cerca del fuego. Y es allí donde debe quedarse. Lejos de mis pensamientos, definitivamente fuera de mi alcance. ¡Fui una tonta, no debí entregarme a él! Cuando llego a la cabaña, Kiara me recibe con las manos temblorosas y su rostro marcado por la preocupación. —Debes irte. Ahora —su voz fue una orden tajante que me cortó el aliento—. Te están buscando para matarte, Arya. Mi corazón dio un vuelco, pero la miré firme, buscando la verdad en el fondo de sus ojos. —¿Quién? ¿Y por qué? —siento un cosquilleo en el estómago. Un sustito inusual que me anticipa lo que está por venir. Kiara baja la voz. —Dicen que salvaste a un forastero en el río, alguien de otro clan. Te están acusando de traicionar a la manada. Y Lior... te acusó de matar al cachorro del Alfa. Vete, Arya, vete antes de que vengan por ti. No me salen las palabras. Mis ojos se abren con sorpresa y mi corazón martillea fuerte contra mi pecho. —¿Me crees... culpable? —pregunto, queriendo saber si hay alguien de mi lado en este lugar. Pero ella no me mira. Su silencio grita que ya eligió su bando: la supervivencia dentro de la manada. —No preguntes demasiado. Solo huye —suplicó, con lágrimas en sus ojos—. No quiero verte morir aquí. Apenas termina de hablar cuando escucho el crujido de múltiples botas que vienen directo a nosotras. No me da tiempo de pensar. La manada me alcanza antes de que pueda dar un paso. Me toman con fuerza del antebrazo, apretándome hasta los huesos. Camino junto a ellos, sintiendo que cada paso me acerca más a una sentencia que, irónicamente, se siente justa por la magnitud de aquella entrega. A la entrada del claro, Lior; el líder de los Beta, me mira con una sonrisa torcida, esa mueca de triunfo que ya conozco. —Ahí está la traidora —dice alzando la voz para que todos lo oigan—. La que traerá la perdición a nuestra manada. —¿Qué hizo con el cachorro? —gritó alguien desde la multitud. —¡Ella lo mató! —¿Quién asegura que no fue ella? Todos hacen presión, me empujan hacia el centro. Quieren espectáculo. Quieren ver sangre derramada. Mi sangre. Mi padre llega después, como siempre. Su figura impone respeto, pero su mirada no se dirige a mí para protegerme. La fija en su manada para apaciguarla. Él aprieta los puños. Quiero creer que se prepara para detenerlos. Que me va a proteger. Pero no lo hace. Lior se adelanta como un depredador. Suelta su veneno en mi contra como una daga envenenada. —Hay pruebas de que estuvo con un forastero, un Lobo de las Sombras. Esa maldita Omega ha vendido los secretos de la manada al enemigo. ¡Es una traidora! Mi padre me observa. Su mirada llena de desprecio, vergüenza y decepción. Sus ojos se cierran un momento y cuando abre la boca suelta una sentencia devastadora: —Que pague el precio de su traición. ¡Procedan! Mi garganta se seca. Mis pies se hunden en la arena del consejo como si fueran a echar raíces. Siento la decepción de mi padre, una carga más pesada que cualquier latigazo. Los betas se lanzan contra mí. Esta vez el golpe es más fuerte. Más certero. Lo veo en sus manos, en la precisión de las patadas. No es solo rabia desenfrenada, es ejecución. Caigo al suelo sobre mi costado izquierdo, el impacto me saca el aire. Mi mundo se reduce a la furia que desatan en mi contra. —"Arrodíllate. Pide perdón." —me dicen. Me patean tan fuerte que mi mente se organiza en fragmentos para no pensar demasiado... para no rendirme. Este es el precio de la dignidad. No suplicaré. No les daré esa satisfacción. Mi dignidad es lo único que me queda. Pero cada impacto es un mazazo que se clava en mi pecho como un puñal. Siento un crujido sordo en las costillas. Me cuesta respirar. En medio de los golpes, veo a mi padre. No interviene. Solo aprieta sus puños hasta que sus nudillos palidecen y luego se aleja. La humillación que siento por su inacción me quema la piel. Rompe una parte de mí que no sabía que existía. Euvic se acerca. Su mano me atrapa del cabello con una fuerza que me arranca un gemido y me obliga a mirar su rostro. Su sonrisa de triunfo. —Pídeme perdón de rodillas —me exige, con su voz gélida—. Si lo haces, haré que se detengan. Todos me miran. La manada espera. El silencio se tensa como una cuerda de arco lista para soltarse. Podría suplicar. Podría bajar la cabeza y besar el barro. Podría prometerles una lealtad que no tengo y salvar mi pellejo. La idea me pasa por la cabeza como quien pasa un cuchillo por la garganta: rápida, decisiva. Pero algo dentro de mí no me deja tragar esa opción. Es rabia. Es fuego. —Prefiero que me maten —respondo con la boca ensangrentada, mi voz se quiebra, pero no bajo la mirada—. Prefiero morir con la frente en alto que vivir arrodillada cada maldito día. La frase cortó el aire. Euvic tembló de rabia. Me miró como quien recibe una declaración de guerra. —¡Mátenla! —gritó, su rostro desfigurado en una máscara de odio y fuego. Los betas cayeron sobre mí con más furia, más descontrol. Pateándome la espalda, las piernas, la cara. Un golpe directo al rostro me parte el labio. La sangre brota con fluidez. Siento su sabor metálico... el sabor de mi propia derrota. La humillación se vuelve una vergüenza que ya no puedo controlar. Me encojo en posición fetal. El dolor físico me arrastra, me ahoga, me sofoca. Una patada en el pecho me arrancó el aire. Un golpe en la cien me dejó un pitido insoportable en la cebeza. Un ruido dentro de mí que me atraviesa, un gruñido fuerte. Cierro los ojos y lo contengo tanto como puedo. Pero las cadenas que me arrastraron durante años, se están aflojando. Mi cuerpo tiembla. Mi respiración se acelera, luego se corta. Siento frío y fuego a la vez. Un ruido interno, seco, como si algo de hueso dentro de mí se quebrara para volver a armarse distinto. Empiezo a gruñir. No es humano, es un sonido áspero que me sale de la garganta, de la columna, de un lugar que no sabía que existía. Los Betas se detienen. Sus puños quedan inmóviles en el aire. Veo el desconcierto en sus pupilas. Una convulsión me sacude. Mis uñas se encajan en la tierra dejando surcos en el barro con la violencia involuntaria de mis manos. Mis ojos se llenan de destellos plateados. Siento un aullido crecer en mi pecho, una cosa enorme, primitiva, que quiere salir y que no pide permiso a la razón. El silencio se hace absoluto por un segundo que para mí dura siglos. Veo a Lior retroceder, sus ojos abiertos de terror. Y Euvic palidece. Incluso mi padre da un paso atrás. Por primera vez desde que tengo memoria, lo veo sin esa impenetrable máscara de hierro. Y un ápice de miedo en su mirada. Mi respiración se hace profunda. El gruñido crece hasta convertirse en aullido. No sé si ruego o declaro una sentencia. Solo sé que algo dentro de mí se ha levantado. Mi lobo ha despertado. El aullido atravesó la plaza en un segundo. Siento su poder en mi columna, en mi cuerpo, en mis manos. Todo el juicio, el desprecio y la rabia convergen en ese sonido que pone a los Betas de rodillas y Euvic se aleja... su furia derrotada por el miedo.






