El aire en la cabaña era denso, sofocante, como si las paredes se cerraran sobre ella poco a poco. Katerina aún podía escuchar el rugido del motor de Aaron alejándose a toda velocidad, dejándola atrás, atrapada en ese lugar que ahora parecía una prisión.
—¡Aaron! ¡Aaron, espera! —corrió tras él, pero el portazo resonó en la cabaña como un trueno, sellando su destino.
Su primer instinto fue girar la perilla con fuerza, empujando la puerta con el peso de su cuerpo. Pero no se movió ni un centímetro. Estaba cerrada con llave.
Golpeó la madera con desesperación.
—¡Abran esta puerta ahora mismo! —gritó, su voz rebotando en el silencio de la noche.
Nada.
Dio un paso atrás, con el pecho subiendo y bajando aceleradamente. La desesperación creció dentro de ella como una tormenta, oscura e imparable. Buscó su teléfono en el bolsillo de su abrigo. No estaba.
Se quedó helada.
Aaron se lo había quitado.
La realidad la golpeó con una fuerza abrumadora. Estaba aislada. No tenía forma de comunicarse