El sonido rítmico de las olas rompiendo en la orilla acompañaba el murmullo del viento. La arena blanca y tibia se deslizaba entre los dedos de Katerina mientras sostenía en brazos a su pequeño Alexander, quien dormía plácidamente. La brisa marina jugaba con los rizos oscuros del bebé y movía suavemente el vestido ligero de su madre.
A unos metros de ella, Aaron encendía una fogata con habilidad. Vestía una camisa de lino blanca, desabotonada en el cuello, y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto las cicatrices en sus piernas, recordatorio de todo lo que habían pasado. Pero ahora, en este instante, no había guerra ni sombras, solo ellos tres, en paz.
Katerina lo observó con una sonrisa suave, su corazón latiendo con una tranquilidad que no había sentido en años. Aún le parecía irreal que, después de tanto sufrimiento, pudieran estar allí, juntos, con su hijo entre ellos.
Aaron se giró y la atrapó mirándolo. Su sonrisa ladeada la desarmó por completo.
—Si sigues mirándome as