El mundo para Miguel se detuvo. Todo pareció comprimirse dentro de su pecho, como si el aire hubiera desaparecido de repente. Su mente trabajaba frenéticamente intentando encontrar una explicación, algo lógico que le permitiera sostenerse, pero las imágenes se mezclaban unas con otras hasta volverse un torbellino sin orden.
Recordó el licor, el mareo, la confusión de aquella noche. Recordó haber llamado a Clara, haberla buscado en la oscuridad. Recordó el perfume, la sensación de calidez, y de pronto todo adquirió un significado que lo golpeó con la fuerza de un ladrillo.
Nunca había sido Clara. Había sido Sofía.
Su garganta se cerró, el estómago se le retorció en un nudo tan apretado que sentía que iba a vomitar. Sofía lo miraba con una serenidad que lo desarmaba por completo. Él apenas podía sostenerle la mirada.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó con la voz quebrada, como si cada palabra le pesara.
—Te he dicho que Lilly es tu hija —respondió Sofía con calma—. No te estoy pidiendo que