Grecia se vistió con elegancia aquella mañana, ignorando por completo la promesa que le había hecho Maximilien antes de su partida. Solo recordarla la hacía sonrojar, y un extraño vacío se instalaba en su estómago.
Sacudió la cabeza con firmeza y peinó su cabello con esmero. Tenía decidido visitar algunas galerías de arte para buscar colaboraciones que le permitieran cubrir los gastos de su abuela sin depender completamente, ni de su madrastra ni de Maximilien.
Aunque muchos galeristas reconocían la calidad y el impacto de su obra, bastaba con mencionar su nombre completo para que las puertas se cerraran. Pasó por más de cinco lugares, y en todos la respuesta fue la misma, un no disfrazado de evasivas.
Su última esperanza estaba en una galería al sur de la ciudad, un sitio donde en el pasado había expuesto y cuyo dueño conocía de palabra.
—Mariano, conoces mi trabajo —le dijo con frustración—. ¿Por qué no puedes ayudarme ahora?
El hombre la miró con pesar y negó suavemente con la cabe