Luna estaba entre sorprendida y conmocionada, pero nada la haría irse de allí, no ahora, y no con un hombre… como él.
Ahora mismo no había guerra, no había cazadores, y no había enemigos.
Por otro lado, Andrey respiraba con dificultad. Sus ojos brillaban con una oscuridad apremiante, algo sagrado y maldito a la vez, y ella lo miraba totalmente embelesada como si fuese un hechizo.
Y de pronto, su pecho estuvo a punto de estallar, porque Andrey comenzó a acariciarle el dorso con los dedos, como si tocarla fuera una ceremonia ancestral. Como si el simple roce de su piel sellara un pacto milenario.
—Dímelo otra vez —susurró él, con voz ronca y profunda—. Dime que estás aquí, y que esto es real.
—Estoy aquí, Andrey —murmuró ella—. Y es real.
Fue todo lo que él necesitó.
Sus labios descendieron sobre los de ella con una mezcla de reverencia y hambre. Un beso que parecía beberla, inhalarla, absorberla hasta lo más profundo. Las manos de Andrey rodearon su rostro, su cuello, bajaron por sus