ERES MIA EN CADA VIDA
ERES MIA EN CADA VIDA
Por: Maria Pulido
CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Londres despertaba con su clásica capa de niebla y las bocinas apagadas por el cansancio de una ciudad que nunca duerme. Entre la marea de trajes grises, paraguas rotos y cafés apurados, Luna corría, otra vez tarde, otra vez con el estómago vacío y otra vez con el corazón al borde.

—¡Señorita Miller! —bramó una voz en cuanto cruzó la puerta de cristal—. Son las 8:07. ¿No le parece una falta de respeto?

El señor Collins era como una mancha de tinta en un documento impecable. Siempre de traje oscuro, sonrisa falsa y ojos que escaneaban más de la cuenta. Si se trataba de apariencia, era el hombre perfecto de una revista, aunque su perfume desagradaba a Luna en exceso, como algo caro que intenta esconder la podredumbre de adentro. Pero su mirada… esa la conocía bien, no era profesional, ni justa, era una mezcla entre superioridad y deseo mal disfrazado.

Así que Luna tragó saliva, y contuvo el impulso de decirle exactamente dónde podía meterse su reloj, y al contrario de eso, se disculpó con un murmullo casi inaudible.

—Lo siento, señor Collins. No volverá a pasar —susurró, sabiendo que esa frase era su escudo y su condena. Alimentaba su ego, claro que sí. Ese maldito ego que parecía crecer cada vez que ella bajaba la cabeza.

El hombre parecía estar obsesionado con ella, y no de una forma romántica.

Y tragó saliva con ese pensamiento.

El pasillo hasta su oficina le pareció más largo que nunca. Apenas cerró la puerta detrás de sí, soltó el aire que había estado conteniendo desde que se bajó del bus. Su escritorio la esperaba tan impecable como su vida no. Los gráficos, los informes, las tazas limpias, los informes de colores… todo en su sitio, todo menos ella.

Cada día sentía que se apagaba un poco más, como si todo el talento, la inteligencia y la entrega no bastaran. Como si siempre tuviera que agradecer por estar ahí, como si su puesto fuera un favor y no un mérito. Como si su historia personal, ese pasado sin padres, ese apellido sin respaldo, la convirtiera en menos.

A las diez, Collins le pidió que corrigiera tres informes que él mismo había aprobado el día anterior.

A la una, le cancelaron el almuerzo para que tomara notas en una reunión donde nadie la miró a los ojos.

A las tres, la mandaron a entregar unos documentos al edificio central, bajo la lluvia, sin paraguas y con los zapatos arruinados.

Y a las cinco y media, cuando estaba guardando su laptop, Collins pasó por su oficina y dijo:

—Espero que sepa que este mes evaluamos renovaciones de contrato. Le aconsejo… que se esmere.

Ella no contestó, solo asintió, con los nudillos blancos de tanto apretar el bolso.

El día siguiente, no fue diferente, el caos gobernó su entorno, y aunque intentó resolver más de un problema a la vez, ella se sintió abrumada, pensando si volverse loca por mérito propio sería más fácil.

Sin embargo, tenía cosas más urgentes en las que pensar. Como el café que no tomó, el almuerzo que no podría pagar, y el correo que acababa de llegar a su bandeja:

“REVISIÓN URGENTE: INFORME DE PRESUPUESTO MAL PRESENTADO.”

Firmado, por supuesto, por el malnacido de Collins.

—Mal presentado mis ovarios —murmuró entre dientes mientras abría el documento que ella misma había revisado tres veces anoche. No tenía errores, pero eso no importaba, no con él.

El día avanzó como una carrera de obstáculos de nuevo: llamadas sin sentido, cambios de último minuto, un almuerzo interrumpido por una falsa “emergencia”, y para rematar, una reunión en la que Collins la hizo leer en voz alta cada cifra como si fuera una niña de primaria aprendiendo a contar.

Cuando por fin el reloj marcó las 6:00, Luna se quedó sentada, mirando el monitor apagado, con las manos en el regazo y la garganta cerrada. Por un segundo, pensó en llorar, pero ya lo había hecho ayer, y el llanto seguido pierde dramatismo.

Y cuando llegó al departamento, se quitó los tacones ni bien cerró la puerta y se dejó caer en el sofá como si le pesaran los años, y no los veinticuatro que tenía.

—¿Otra vez ese imbécil? —preguntó su hermano Alex desde la cocina. Estaba en camiseta, con harina en la cara, preparando pizza casera como cada viernes que cobraban algo.

Era su ritual de consuelo.

—¿Qué hizo ahora? —se sumó Abril, su hermana menor, con una taza de té en las manos.

Alex y Abril no eran sus hermanos de sangre, pero en el orfanato, había podido elegir su propia familia, y ellos se habían elegido entre sí para de cierta forma protegerse. Alex tenía 27 y Abril 22.

—Nada… lo de siempre —dijo Luna, sacando una goma del cabello para soltar la coleta tensa.

—Voy a golpearlo —declaró Alex con total seriedad—. Le voy a romper la mandíbula, no puede tratarte así.

—Ay, por favor —suspiró Abril—. No seas dramático, además, le terminarías de joder el trabajo a Luna, y no podemos darnos el lujo de que te metan preso. Aguanta un poco más, Lu. Solo un poco más. Tal vez alguien vea tu trabajo y te saquen de ese infierno.

—O tal vez siga trabajando para el mismo bastardo hasta que tenga treinta y ya no tenga energía para empezar de cero —murmuró Luna, enterrando la cara en el cojín.

Abril se acercó y le acarició el cabello con dulzura.

—No digas eso, tienes talento, Luna, y lo sabes. Lo único que necesitas es una oportunidad y eso va a llegar, te lo prometo.

Luna no respondió, porque no lo sabía. Porque las promesas se le hacían frágiles, porque el futuro parecía una broma pesada y el presente, una condena.

—Si conociera a su jefe… —Alex volvió con la harina en sus manos mientras le daba círculos—.… y no hablo del jefe del edificio, sino del puto dueño de todas estas empresas Unilever, lo acusaría, y no me importa si pierdo el trabajo con solo joder a ese puto de Collins.

Abril volteó los ojos, pero Luna los entrecerró, mientras su boca se apretó un poco.

Estaba en un punto en que, ya no le estaba importando nada, ni siquiera el trabajo por el que ella se había jodido en los últimos años…

***

El lunes amaneció con una llovizna molesta y un aire denso que se colaba por cada rendija de la ciudad. Luna se había esforzado por olvidar y pasar la página, pero se estaba dando cuenta de que este momento lo estaba superando toda, durante la reunión de último momento del señor Collins y esa misma frase, repitiéndosele como un martillo en la cabeza:

“Lea cada cifra en voz alta.”

Había treinta y cuatro personas en esa sala. Treinta y cuatro pares de ojos fijos en ella, mientras Collins la corregía en tono burlón cada vez que dudaba con una cifra.

—¿Eso es un seis o un cinco, señorita Miller? ¿Está segura de que sabe leer un número decimal?

Risas.

Algunas veladas, otras no tanto.

Y mientras su dignidad se desangraba lentamente frente al proyector, él se sonreía como si le encantara verla encogerse.

—Luna… —ella estaba a punto de las lágrimas cuando su compañera intentó ayudarla.

—Las carpetas las recoge la señorita Miller, Andrea, sigue derecho a tu oficina.

Andrea soltó el aire, y Luna siguió tomando las carpetas que eran muchas en sus brazos.

—Y, Luna… vuelve a pedirme un café, le pusiste mucho azúcar —Collins pasó por su lado, y a propósito le restregó el cuerpo, haciendo que ella soltara las carpetas—. ¡Ay, Luna, ahora tendrás que agacharte…!

Ella no esperó un momento más, caminó como si el diablo se estuviera llevando su alma, y tomó unos documentos de su oficina, solo recordando lo que le dijo su hermano Alex el viernes por la noche.

—¿Luna? —Andrea trató de detenerla, pero ella estaba más decidida que nunca.

En este día solucionaría su caos, o arruinaría su vida para siempre…

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