Capítulo 5: Encuentro avasallador.

Ella se resistió inicialmente, sus brazos empujando contra su pecho en un intento de liberarse. 

Su corazón latió con una mezcla de anticipación y desconcierto. Pero la sorpresa se transformó en shock cuando los labios del hombre encontraron los suyos. Pese a su intento de liberarse, finalmente cedió, sus labios, devolviendo el beso con una intensidad que era a partes iguales: comprensión, compasión y reproche.

La habitación giró nuevamente para Alexander, pero esta vez fue por una sensación completamente diferente. Una embriaguez de desesperación y un salvajismo indomable alimentado por la pérdida y la soledad. Él no sabía cómo parar, cómo soltarla. Su mente era un torbellino de emociones y pensamientos que iba más rápido de lo que podía detenerse a considerarlas.

Para la joven, el mundo pareció detenerse al sentir el calor de los brazos de Alexander rodeando su cuerpo. La sorpresa pintó su rostro, un lienzo en blanco ante la tormenta emocional que se avecinaba. 

Sin embargo, estos no eran los besos tiernos y cautelosos que había imaginado; no había trazas de la delicadeza de un amor naciente. Eran salvajes, desesperados, como si cada uno fuera un grito ahogado, emergiendo desde lo más profundo de su ser atormentado. 

Los besos de Alexander destilaban desesperación y furia, cada movimiento de sus labios era una batalla, una lucha por algo que no podía definirse con palabras.

Tanya sentía la lucha interna que se desarrollaba en ella, un enfrentamiento entre la razón y el corazón. 

Algo en ella, esa parte racional y consciente, se rebelaba contra la crudeza de aquellos besos. Quería empujarlo, poner fin a ese torrente de pasión brusca e indomable que le decía que aquello estaba mal, que esos besos no eran los mensajeros del amor verdadero.

Que si seguía por ese camino iba a resultar lastimada ella y lastimando a los demás; sin embargo, siempre en el interior de las personas, hay una constante lucha entre el bien y el mal, y esa otra parte de ella, llamémosla, la romántica incurable, se negaba a ceder.

La pobre sentía que ese era el fin de todos sus caminos, para lo que había vivido, era el sueño viviente para ella. En su ingenuidad o brutalidad, quién sabe, sentía que ese era el camino para convertir la fantasía en una maravillosa historia de amor como los cuentos de hadas.

Se aferraba a la esperanza de que este fuera el momento preciso en que Alexander Ferrari abriría su corazón, que ella sería su faro en medio de la tormenta y que tendrían su final feliz.  Pobre chica, muy lejos estaba de pensar esa cabecita ilusa, que allí solo iniciaba su camino a la perdición, al dolor y al sufrimiento.

Así, amarrada entre dos mundos, Tanya se dejó llevar por el deseo de consolarlo, de fundirse en su dolor para demostrarle que no estaba solo. 

En el caos de ese encuentro, quería ser el anuncio de que la vida seguía adelante, que podían sanar juntos. Y, sobre todo, quería demostrarle, con esa pasión tan complicada y tan real, que ella lo amaba, sin importar la crudeza de su expresión.

Pero bueno, allí se estaba consumando el hecho, el fuerte olor a whisky mezclado con el almizcle de la pasión empezó a flotar denso en el aire del despacho de Alexander, escasamente iluminado. 

Luego de abrirse la cremallera de su pantalón, las manos de Alexander agarraron con fuerza a las caderas de Tanya mientras tiraba de ella hacia el sofá de cuero de su despacho. No le importó sus gemidos, sus primeras palabras de protesta, su inexperiencia, desoyó todo, en su lugar, le subió el vestido y le arrancó las bragas, que quedaron tiradas en el suelo. 

Su Miembr0, duro como una roca por el deseo, presionó su húmedo centro, provocándola antes de penetrarla hasta la empuñadura.

Tanya echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos con fuerza, se mordió el labio inferior para ahogar su grito de dolor y de deseo al mismo tiempo. Alexander siguió penetrándola salvajemente, sin descanso, y sus embestidas se volvían más salvajes a cada segundo que pasaba. 

Era un hombre consumido por el dolor, la lujuria, por la necesidad de olvidar todo y de poseer a la chica.

—Mía —le gruñó al oído, con su aliento caliente, haciéndole cosquillas en el cuello. —Ahora eres mía. Siempre has querido esto después de todo.

Las uñas de la chiquilla, se clavaron en el sofá de cuero, haciéndose sangre mientras intentaba encontrar apoyo, intentaba escapar de la avalancha de sensaciones que asolaban su cuerpo. No quería esto, no quería sentir esa mezcla de placer y dolor que sabía que estaba creciendo en lo más profundo de su ser. Pero Alexander parecía saber demasiado bien de eso, sabía exactamente cómo hacerlo.

Sus movimientos carecían de suavidad, su cuerpo era un instrumento de abandono crudo y temerario. 

La áspera tela del sofá rozaba la piel de Tanya, en marcado contraste con el punzante dolor que la recorría cada vez que Alexander la reclamaba sin delicadeza.

Un único gemido apagado escapó de sus labios, tragado por el caos de su unión frenética. Tanya soportó la peor parte de su fervor, su corazón tejiendo sueños de un amor que nunca florecería en un suelo tan estéril. 

Sin embargo, permaneció bajo él, firme en su ilusión, recibiendo los implacables empujones tal y como venían.

Él inclinó las caderas, golpeando ese punto dulce en lo más profundo de ella, arrancándole un gemido que sonó a derrota. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero se negó a dejarlas caer.

—No —jadeó temerosa, porque en ese momento se dio cuenta de que eso había sido un gran error, pero ya no había vuelta de hoja. 

Alexander sólo se rio, y sus embestidas se volvieron aún más enérgicas.

A medida que se acercaba el orgasmo, Tanya luchaba contra él con todo su ser. Pero fue inútil; pronto el clímax la invadió como un maremoto, gritó su nombre en el despacho vacío.

Él gruñó victorioso, reclamando sus labios con los suyos mientras se unía a ella en éxtasis.

Con un último gruñido, la energía de Alexander decayó, y su cuerpo se desplomó sobre el de Tanya con el peso de un hombre sin restricciones. Su respiración era pesada, satisfecha, mientras se entregaba al olvido del sueño que lo envolvía.

Después, con sus cuerpos entrelazados, el sueño también se apoderó de Tanya, pero el suyo estaba cargado de agotamiento y mezclado con el miedo a despertar a la bestia que tenía a su lado. El cansancio tiró de ella y, durante un breve instante, el mundo se desvaneció.

El alba se coló en la habitación, proyectando largas sombras sobre las figuras enredadas en el sofá. 

Los ojos de Alexander se abrieron, la bruma del alcohol se había disipado para revelar la sorprendente realidad de la delicada figura de Tanya bajo él. 

El corazón se le heló en el pecho, y la calidez del sueño compartido dio paso a una fría confusión.

Su instinto no le llevó a cuestionar sus propias acciones, sino a desviar la culpa. La rabia se acumuló bajo su conmoción y, de un empujón repentino, apartó a Tanya de su cuerpo, con su voz como una cuchilla, cortando la quietud de la  mañana.

—¡¿Cómo te atreves?! —le espetó, con un tono acusador —. ¡A colarte aquí, a seducirme, a aprovecharte de mi dolor y de mi estado de embriaguez!

Los ojos de Tanya, desorbitados por el dolor y la incredulidad, buscaron en su rostro alguna señal de la ternura que había imaginado que tendría cuando despertara, pero no había rastro de ella.

Abrió la boca para hablar, para explicarse, para defenderse de las injustas acusaciones, pero la mirada endurecida de Alexander y sus duras palabras acallaron sus protestas antes de que pudieran tomar vuelo.

«La única manera de librarse de la tentación es caer en ella». Óscar Wilde.

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