Isabel entró en el ascensor y las puertas de metal se cerraron, aislándola en un silencio repentino. La adrenalina de la presentación y de la confrontación final con Alexis le recorría el cuerpo como una corriente eléctrica. No se sentía aliviada. Se sentía eufórica. Había ganado. En todos los frentes.
Atravesó el concurrido vestíbulo de la torre de oficinas con la cabeza alta, su paso era firme y decidido. Al salir a la calle, la luz del sol de la tarde la golpeó, y le pareció la luz más brillante que había visto en su vida.
Llegó a su coche y, en el instante en que cerró la puerta, el mundo exterior desapareció. Se quedó quieta un momento, con las manos sobre el volante. Una risa, que empezó como un murmullo, brotó desde el fondo de su pecho y se convirtió en una carcajada abierta, sonora y liberadora. Lo había conseguido.
Conectó su teléfono al sistema de audio del coche y buscó una canción, una de esas que guardaba para los momentos de pura catarsis. Subió el volumen al máximo y a