El resto del sábado transcurrió en una tregua extraña. Sofía, instalada ya en la habitación de invitados, alternaba entre ráfagas de energía caótica y largos silencios en los que observaba a Isabel con una curiosidad indescifrable. Isabel, por su parte, se mantuvo en su papel de invitada amable pero distante, apoyando a un Jared que claramente se sentía atrapado en medio de un campo de minas.
El domingo por la mañana, la verdadera batalla comenzó.
Isabel y Jared bajaron a la cocina, esperando encontrarla vacía. En su lugar, encontraron a Sofía desparramada en el sofá del salón, que se veía desde la cocina. Había creado un nido a su alrededor: cojines en el suelo, un portátil, tres tazas de café a medio terminar, cuadernos de dibujo y ropa tirada sobre el respaldo del impecable sofá de diseño de su hermano. El orden minimalista de Jared había sido colonizado.
Sofía levantó la vista de su portátil al oírlos llegar. Una sonrisa que no llegaba a sus ojos se dibujó en su rostro.
—¡Hola!