Jared se fue, y la puerta se cerró con un clic suave que resonó en la casa como un trueno. Isabel se quedó de pie en medio de su salón, en un silencio absoluto. La adrenalina de la pelea, la furia, la necesidad de defenderse... todo se desvaneció, dejándola con un agotamiento tan profundo que sentía que le pesaban los huesos.
Caminó como una autómata hasta su dormitorio y se sentó en el borde de su cama perfectamente hecha. Y allí, en la soledad de su santuario, se permitió derrumbarse.
No fue un llanto ruidoso. Fue un llanto silencioso, agotado. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, lágrimas de frustración, de confusión, de una tristeza que no entendía del todo. ¿Por qué le había afectado tanto? ¿Por qué la mentira piadosa de un hombre bueno se sentía como una traición cataclísmica?
Y entonces, en medio de su llanto, una frase de Jared volvió a su mente, una y otra vez.
"No te lo dije para protegerte."
Para protegerte.
Esa frase. Esa intención. Era la llave que abría la puerta a una