Florencia, dos días después de la desaparición de Arianna

El palacio estaba en ruinas. Las cortinas rasgadas, espejos estrellados contra el suelo, esculturas partidas y sangre aún fresca marcaban el mármol.

Greco, de pie en medio del salón principal, con las manos aún cubiertas del rojo del traidor que acababa de ejecutar sin piedad, respiraba como un toro enfurecido. Su camisa estaba desgarrada, sus nudillos rotos y su pecho latía como un tambor de guerra.

—Quiero a mi mujer y a mis hijos… con vida —dijo con voz rasposa, ensangrentada, mirando fijamente a Dante—. Y juro por Dios que voy a arrancarle el alma al que se los haya querido quitar.

Dante, firme pero visiblemente herido, lo miró con una mezcla de respeto y temor.

—Lo hizo por amor, Greco. Ella… se fue para protegerte. Esa carta no es abandono, es un sacrificio. Pero eso no cambia nada.

Vamos a encontrarla. Y quien esté detrás… va a rogar por una muerte rápida.

Greco asintió. Su mirada se endureció aún más.

—Empezamos por los