Hotel Ararat — Madrugada helada, Moscú
El reloj marcaba las 3:17 a. m. cuando Ekaterina empujó la puerta del hotel.
Su respiración era un temblor; las manos aún le olían a humo y a ceniza.
Había caminado sola desde la mansión, evitando los autos de Sergei, evitando las sombras, como si Moscú pudiera tragarla viva.
Subió directamente al último piso.
Al abrir la habitación, Morózov estaba sentado en un sillón, con la pistola apoyada sobre la mesa y un vaso de whisky en la mano.
Ni siquiera preguntó. La miró, y supo.
—Lo encontraste. —No era una pregunta.
Ella asintió, apenas.
—Está vivo… —susurró, con la voz quebrada—. Dios, Morózov, mi hermano está vivo.
Él se incorporó lentamente.
—¿Lo viste?
—Sí. —Las lágrimas le corrieron sin permiso—. Está desfigurado… quemado. Pero… sus ojos siguen siendo los mismos. Está loco, Morózov. Dice que el fuego lo coronó. Que volvió para “terminar la danza”.
Morózov apretó la mandíbula.
—Entonces el infierno aún respira.
Ekaterina se cubrió el rostro con