📍 Moscú — Despacho de Volkov, mañana siguiente
El reloj marcaba las nueve. La mansión olía a café fuerte y a tabaco caro. Mikhail Volkov estaba sentado tras un escritorio de madera oscura, la camisa apenas abotonada, con las mangas recogidas. En sus ojos aún brillaba el triunfo de la noche anterior.
Golpearon la puerta.
—Entra —ordenó, sin levantar la vista de los papeles.
Su subteniente, Sergei, apareció con gesto preocupado. Traía una carpeta gruesa bajo el brazo y el ceño fruncido.
—Patrón… tenemos un problema.
—¿Problema? —Volkov arqueó una ceja, encendiendo un cigarro.
—No ha firmado los documentos para el paso de la mercancía hacia Alemania y Polonia. Los cargamentos llevan tres días detenidos. Los hombres están inquietos. Y uno de nuestros aliados en Rotterdam llamó hace una hora: exige explicaciones.
Mikhail apoyó el cigarro en el cenicero y sonrió con ironía.
—¿Sabes por qué no he firmado nada, Sergei? Porque por primera vez en años estoy disfrutando lo que es tener a mi esp