Beatriz condujo a Azucena hacia una de las secciones más concurridas del pabellón de servicio: el área de lavandería. Allí se limpiaban todo tipo de telas: manteles, cortinas, sábanas, tanto las que usaba Ragnar, como las que pertenecían a Askeladd o a cualquiera de los altos mandos dentro del Gran Pabellón. Era un trabajo minucioso, pues no todas las prendas podían tratarse de la misma manera; cada tela tenía un modo distinto de lavarse para evitar que se arruinara. No era simplemente cuestión de remojar y frotar, sino de conocer la delicadeza de cada paño, la resistencia de cada costura y el valor de cada pieza.
El lugar estaba repleto de criadas que, entre el ajetreo de manos dentro del agua, sostenían conversaciones triviales para aligerar la jornada. Algunas se quejaban de lo áspero que quedaban los dedos con tanto frotar, otras hablaban de sus familias, y no faltaban las que reían de alguna anécdota sin importancia. Era un bullicio constante, un murmullo vivo que llenaba todo el