Askeladd salió de la alcoba de Azucena con la furia ardiéndole en las venas. Sus pasos impactaban con violencia contra el suelo y cada zancada era más fuerte que la anterior, mientras sus puños cerrados temblaban de pura rabia. Su torso subía y descendía con vehemencia y sus ojos encendidos parecían buscar un blanco sobre el cual descargar toda su ira.
—¡Loba Roja! —rugió, en lo que su voz empezó a retumbar los pasillos—. ¡Loba roja! ¿Dónde demonios estás? ¡Muéstrate ahora!
Los criados que se cruzaban en su camino retrocedían al instante, intimidados por aquel rostro desencajado y por las venas tensas que se marcaban en su cuello como cuerdas a punto de romperse.
—¡Quiero que alguien me diga dónde está! —bramó, golpeando con la palma de la mano la puerta del comedor antes de abrirla de un empujón.
Entró allí, y al no encontrarla, salió de inmediato, como una tormenta que arrasaba cada estancia. Cruzó la cocina, empujando mesas y utensilios, revisó los talleres de costura, levantó cort