Ragnar avanzó hacia la entrada, obedeciendo la orden de su líder, pero justo antes de alcanzar el umbral se detuvo. Giró lentamente y volvió a mirar a Askeladd. Había algo que no podía dejar sin respuesta, algo que se había estado gestando en su mente desde hacía tiempo.
—Gran Alfa, perdone que le pregunte esto… pero ¿qué es lo que piensa hacer con la Loba Roja?
Askeladd, de pie con la serenidad imponente que lo caracterizaba, desvió la vista hacia la figura dormida de Azucena. Su respiración pausada contrastaba con la tormenta de pensamientos que atravesaba al Gran Alfa. Finalmente, sin titubeos, respondió con una seguridad que pretendía sonar inquebrantable.
—Cuando la dejo sola, siempre termina envuelta en problemas. Lo mejor será que esté siempre conmigo. Ya lo he decidido. Le asignaré un guardia cuando deba ausentarme, pero aquí, en el Gran Pabellón, permanecerá a mi lado.
La respuesta, firme en apariencia, no disipó la inquietud en Ragnar. Había una sombra de algo más en aquell