Richard, que ni siquiera había parpadeado durante mi exasperada confesión, de repente dejó de sonreír. Sus ojos se fijaron en los míos, bajó ligeramente los hombros y se inclinó hacia adelante, adoptando una actitud seria.
—Vaya, Leonard… al fin entiendo que esto no es una broma —dijo con un tono apacible, pero había algo en su voz que indicaba que estaba valorando el peso de mi confesión—. Estás en serios problemas. Esa mujer... te va a hacer enloquecer. —Ya lo está haciendo, Richard —admití, dejando caer de nuevo mi peso sobre la silla. Me pasé las manos por el rostro, agotado, como si hablar de ella pudiera despojarme de energía—. Te juro que… no sé qué hacer. Me rechaza, me desafía, me ignora. Y aun así, todo en mí quiere más de ella. Richard dejó es