Kael
La sangre nunca desaparece de las manos. Puedes lavarlas mil veces, puedes sumergirlas en agua hirviendo hasta que la piel se enrojezca y se ampollé, pero la sangre permanece ahí, invisible para todos excepto para quien la derramó.
Contemplo mis manos bajo la luz mortecina del amanecer que se filtra por la ventana de mis aposentos. Están limpias. Inmaculadas. Pero yo sé la verdad.
El rey ha caído. La guerra ha terminado. Y yo soy un asesino.
No fui yo quien empuñó la espada final, pero fui yo quien orquestó cada movimiento que nos llevó hasta ese momento. Cada estrategia, cada sacrificio, cada vida perdida en el camino hacia la victoria lleva mi nombre grabado a fuego.
Me levanto del catre donde he pasado la noche sin dormir. Tres días han transcurrido desde que el tirano cayó. Tres días de celebraciones en las calles, de cantos de libertad, de esperanza renacida. Tres días en los que no he podido mirar a Auren a los ojos.
El castillo, antes sombrío bajo el yugo del rey, ahora bu