Cinco días después, Kael estaba en prisión preventiva — pero no estaba solo. Cada mañana, recibía visitas. Personas que llegaban con trajes caros, hablaban en voz baja y se iban sin dejar rastro. Las amenazas seguían llegando, también: correos electrónicos anonimos con fotos nuestras en la calle, mensajes rayados en la puerta de la empresa que decían “tu fin está cerca”, incluso una piedra con un papel que se le metió al coche mientras estábamos en un semáforo: “te estoy viendo, alfa”.
Estaba en mi despacho, revisando la acta de la muerte de papá por enésima vez — la firma de Kael estaba clara, pero había algo más: una nota al margen, en letra pequeña, que decía “S.R.”. No sabía qué significaba. El sol se ponía por las ventanas de Aetheria, pintando el cielo de rojo y naranja — el mismo color que el sangre, pensé.
Entonces Lina entró, con un portátil en la mano y una cara más seria que nunca. Traía café negro para los dos, y una taza de té para Elara — lo sabía, aunque no lo hubiera d