Dos días después del nacimiento de Ana, regresaron a casa. El hospital les había dado el alta a Lina y a la niña — ambas estaban bien, aunque Lina estaba cansada. Marcus había preparado la casa: había puesto flores en todas las habitaciones, limpiado el jardín y preparado una cama nueva para Ana en la habitación que habían decorado.
“Bienvenidas a casa, mami y Ana”, dijo Elara, abriendo la puerta.
Lina se sentó en el sofá, con Ana en los brazos. La niña estaba dormida, con sus pequeños puños cerrados y su rostro tranquilo. Llevaba un gorrito de lana blanco que Elara había tejido ella misma.
“Es tan pequeña”, dijo Lina, con voz suave. “No puedo creer que sea nuestra.”
“Nuestra”, repetí, sentándome al lado de ella. “Tuya, mía y de Elara. La más preciosa del mundo.”
Elara se acercó y besó a Ana en la frente. “Ella tiene tu sonrisa, Lina. Y los ojos de Martín. Es perfecta.”
La primera semana con Ana fue un torbellino de emociones. Pasaban las horas cambiándola, alimentándola, cantándole y