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La verdad no se negocia

El aire tenía un sabor distinto cuando entré en su oficina.

Adrián estaba de espaldas, mirando por el ventanal que dominaba toda la ciudad, como si fuera suya. Su figura, tan segura y perfectamente encorvada sobre el mundo, me pareció, por primera vez, ajena. Peligrosa.

—¿Valeria? —dijo, sin girarse—. ¿Vienes a almorzar conmigo o a decirme que me extrañaste?

—Ni una ni otra —respondí con frialdad—. Necesitamos hablar.

Él giró lentamente. Su rostro seguía siendo el mismo: encantador, sereno. Pero ahora, debajo de esa perfección, yo veía otra cosa. Frialdad. Cálculo. Mentira.

—Suena serio —dijo, caminando hacia su escritorio—. ¿Ha pasado algo?

Me mantuve de pie. No me ofreció asiento. Y no lo habría aceptado aunque lo hiciera.

—He revisado los contratos. Los movimientos. Las empresas. Los nombres.

Hubo una pausa de apenas un segundo, pero en su mundo de control absoluto, ese segundo lo traicionó.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que sé lo que estás haciendo, Adrián. Que has usado mi nombre, mi firma, para cubrir operaciones ilegales. Empresas fantasmas. Lavado de dinero.

Él suspiró, se sentó con calma en su sillón de cuero y entrelazó las manos sobre el escritorio.

—Valeria… ¿tú sabes lo que estás insinuando?

—No estoy insinuando. Estoy afirmando.

Su expresión cambió, sutil pero firme.

—¿Y por qué crees eso? ¿Porque un periodista de cuarta te llenó la cabeza con basura?

—Porque yo misma encontré los documentos. Las inconsistencias. Las conexiones. Usaste el nombre de una mujer muerta, Adrián. ¿Eso también me lo va a explicar como un “error administrativo”?

Él se inclinó hacia adelante. Por primera vez, la sombra del poder se mostró sin disfraz.

—¿Sabes cuál es tu problema, Valeria? Eres brillante. Pero te dejas guiar por emociones. No entiendes el juego real. Las reglas que gobiernan a quienes estamos arriba.

—No me importa tu cima si está construida sobre mentiras y personas destruidas.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Denunciarme?

Silencio.

—¿De verdad crees que alguien va a creerte cuando tú misma firmaste esos documentos? ¿Quieres destruir tu carrera junto a la mía?

Ahí estaba. La amenaza.

No abierta. No directa. Pero clara.

—No te tengo miedo —mentí.

—Deberías tenerlo.

Nos quedamos mirándonos. En otro tiempo, habría querido besarlo. Hoy, solo quería que se derrumbara.

—Ten cuidado, Adrián. Esta vez… firmé, sí. Pero ahora estoy despierta. Y voy a demostrar quién eres en realidad.

Me di la vuelta y salí sin mirar atrás.

El pulso me estallaba en las sienes.

Pero por primera vez, sentí que recuperaba mi poder.

**

Esa noche me reuní con Daniel en un pequeño coworking que él usaba como centro de operaciones. Llevaba mi laptop, una memoria con copias de los documentos, y mi decisión inquebrantable.

—Lo enfrenté —le dije apenas entré—. No lo negó. Me amenazó.

—¿Estás bien?

—Por ahora, sí. Pero esto va más allá de una investigación.

Daniel me ofreció una botella de agua. La rechacé.

—Tengo miedo, Daniel. Pero más miedo me da quedarme callada.

Él asintió con gravedad.

—No estás sola en esto. Tengo información. Contactos. Puedo mover piezas, pero necesito algo más.

—¿Qué?

—Una trampa.

Lo miré, sorprendida.

—¿Qué tipo de trampa?

—Una que le haga sentir que tiene el control. Y mientras cree que lo tiene, nosotros lo desarmamos desde dentro.

Me senté frente a él.

—¿Y tú confías en mí?

Daniel sonrió con una sinceridad que me desarmó.

—Desde el primer día. Aunque no sabías de qué lado estabas.

**

Pasamos horas revisando correos, rastreando documentos, armando una línea de tiempo con cada transacción sospechosa. Daniel me enseñó a cifrar mensajes, a dejar rastros invisibles, a cuidar mi entorno.

—Desde ahora, solo nos comunicamos en persona o por esta app —dijo mostrándome un canal seguro—. Nada de llamadas convencionales.

—¿Esto se está volviendo ilegal?

—Esto ya es ilegal, Valeria. Y si fallamos, no solo pierdes tu licencia. Puedes terminar en prisión.

—Lo sé.

—¿Aun así quieres seguir?

Lo miré. Pensé en todo. En mis años de estudio. En mi nombre. En mi dignidad.

—Sí. No voy a dejar que se salga con la suya.

Daniel asintió. Me ofreció su mano.

—Bienvenida al otro lado de la ley.

**

Esa noche, al volver a casa, sentí que me espiaban. Apagué el celular. Cerré las cortinas. Me duché sin música. Revisé dos veces la cerradura.

No era paranoia. Era precaución.

Porque ahora sabía que Adrián tenía ojos en todos lados.

Y que, tarde o temprano, iba a contraatacar.

Pero esta vez, yo no estaría sola.

Y lo peor que se puede hacer… es subestimar a una mujer que ha recuperado su voz.

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