Esa noche, São Paulo respiraba un aire fresco y ligero que danzaba entre los árboles del elegante barrio donde se alzaba la imponente mansión de los Ferraz. El cielo, limpio y salpicado de estrellas tímidas, parecía bendecir el momento. Dentro del coche, Arthur conducía atento, aunque sus ojos, de vez en cuando, se desviaban hacia la mujer a su lado —Zoe—.
Ella mantenía las manos entrelazadas sobre el vientre, en un gesto instintivo de protección. Aunque aún pequeña, la curva ya se insinuaba bajo el vestido suelto. Zoe miraba por la ventana, observando las luces de la ciudad pasar como destellos de una película. Era extraño pensar que, en menos de veinticuatro horas, su vida había cambiado una vez más.
—¿Nerviosa? —preguntó él, rompiendo el silencio.
—Un poco —confesó ella, sin apartar la mirada del vidrio—. Tus padres ni siquiera saben que voy, ¿verdad?
—No. Quise que fuera una sorpresa. Solo saben que voy a cenar con ellos.
Zoe lo miró, con un dejo de preocupación.
—¿Y si no les gus