Celina miró al techo durante unos segundos antes de responder. Parecía querer guardar cada detalle de aquella noche antes de compartirlo con el mundo, o en este caso, con Tatiana.
— Él me escuchó. Y más que eso... él me vio.
—¿Cómo es eso? —preguntó Tatiana, ahora más curiosa que antes.
—No me preguntó por César, por qué estaba triste o de dónde venía el dolor en mis ojos. Simplemente... estaba allí. Haciéndome olvidar. Haciéndome reír. Haciéndome sentir... —titubeó, como si la palabra se le atascara en la garganta— ligera.
Tatiana sonrió, pero se mantuvo en silencio, dejando que Celina continuara.
— Fue como respirar después de mucho tiempo sofocada. Como si el aire volviera a entrar en mis pulmones y recordara lo que era estar viva. — Se rió, un poco avergonzada. —Y fíjate que ni siquiera fue nada del otro mundo... solo una charla, unas canciones, un brindis y un beso en la mejilla.
—A veces eso es lo que más conmueve —dijo Tatiana, con suavidad—. La ligereza. La ausencia de esf