Minutos después, alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Celina? —era la voz dulce y firme de Charlotte—. ¿Puedo entrar?
Celina destrabó la cerradura sin decir nada. Charlotte entró y vio la escena: la joven con el rostro enrojecido, los ojos hinchados, sentada con los brazos alrededor del vientre.
—Eh… —Charlotte se acercó y se agachó frente a ella—. No necesitas llorar así. No hiciste nada malo.
Celina intentó decir algo, pero las lágrimas seguían cayendo, tercas.
—Conozco a ese cliente, Celina. Es así con todo el mundo. Tiene la costumbre de cambiar el pedido y culpar al mesero. No fue tu culpa, y manejaste la situación con mucha educación. Me sorprendiste.
—Lo intenté… —susurró Celina con la voz quebrada—. Pero… todo es tan difícil.
Charlotte asintió, comprensiva.
—Lo sé. Y, lamentablemente, situaciones como esta volverán a suceder. En la vida, en el trabajo… encontrarás personas crueles. Pero esto —señaló los ojos enrojecidos de Celina— es aprendizaje. Hoy creciste. Y quiero dart