Cuando Celina entró en la oficina, todavía procesando la humillación de la advertencia y lista para retomar el trabajo, se topó con una presencia inesperada —y totalmente indeseada.
— Hola, querida — dijo Isabela, con una sonrisa venenosa en los labios, sentada en su silla como si fuera la dueña del lugar.
Celina mantuvo la postura, la mirada firme, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, aunque el rostro seguía imperturbable.
— Cierra la puerta, por favor — ordenó Isabela, cruzando las piernas con una elegancia ensayada.
Sin apartar la vista, Celina cerró la puerta con calma y permaneció de pie, controlada.
— ¿Qué desea la señorita? — preguntó con frialdad.
— ¿Señorita? — Isabela soltó una risita cargada de desprecio. — No, no. Señora. En pocos días, como estaba previsto, me convertiré en la señora Miller.
El estómago de Celina se revolvió, pero no lo mostró. Tragó saliva en silencio.
— ¿Cómo dice? — susurró, incrédula.
Isabela se levantó con la seguridad de una reina coronada,