El pasillo había quedado en silencio. Afuera, el ruido de los pasos y las voces del personal del hospital se desvanecía con el caer de la tarde.
Dentro de la habitación, el ambiente era distinto: tibio, quieto, casi suspendido en el tiempo.
Luz seguía junto a la cama, revisando las flores que Crystal había dejado en el florero. Cristian la observaba desde la almohada, en silencio.
El brillo travieso de antes se había apagado. Sus ojos ahora tenían un peso distinto.
—Luz… —dijo con voz grave.
Ella se giró, sonriendo apenas.
—¿Sí?
Cristian estiró la mano hacia ella.
—Ven.
Luz se acercó sin pensarlo. Su instinto la llevó a sentarse al borde de la cama. Él tomó su mano entre las suyas, sin decir nada durante unos segundos.
Sus dedos la acariciaron con una lentitud que parecía un gesto más de pensamiento que de contacto.
—¿Por qué viniste? —preguntó al fin, sin apartar la mirada de ella.
Luz tragó saliva.
—¿Cómo que por qué? —intentó reír—. Estás en el hospital, herido, ¿qué esperabas?
—No