En un paraje remoto, lejos de la ciudad, Leandro descendió del auto con paso seguro. Saúl lo esperaba en la entrada del viejo complejo y lo guió por un pasillo estrecho iluminado apenas por bombillas amarillentas, bajaron 3 niveles bajo el suelo mientras Leandro caminaba de manera fría pidiendo información.
—¿Cómo están? —preguntó Leandro sin girar la cabeza.
— Bien, están siendo alimentados aunque la mujer no ha dejado de luchar, el hombre por el contrario se mantiene calmado.
— ¿Cuantos son?
—Doce en total —respondió Saúl—. Llegaron el mismo día del accidente, unos minutos después que nosotros. A ella la trajimos cuando intentó entrar al hospital.
Leandro asintió con frialdad.
—Bien.
Saúl abrió la última puerta del pasillo. Dentro, el aire olía a humedad y metal oxidado. En una silla, amarrada de pies y manos, estaba Lucía. A su lado, custodiado por dos hombres, Joaquín, la mano derecha de Lissandro.
—¡Suéltame, maldito hijo de puta! —rugió Lucía, forcejeando contra las cuerdas—. ¡S