Los roces entre Anna y Lissandro se volvían inevitables. Bastaba una palabra suya para irritarse, un roce accidental de manos para que ambos se quedaran helados. Él intentaba mostrarse frío, pero cada vez que ella estaba cerca, su corazón lo traicionaba.
Una tarde, Lissandro se encontraba en el invernadero de la mansión, cosechando albahaca fresca y tomates para preparar una salsa. El lugar estaba tibio y perfumado por las hierbas aromáticas, un refugio silencioso.
De pronto, a través del vidrio, vio cómo la lluvia comenzaba a caer en el jardín. Y allí estaba Anna.
Ella salió sin paraguas, extendiendo los brazos, girando lentamente bajo el agua. Su cabello se empapó, pegándose a sus mejillas, pero su sonrisa iluminaba la tarde gris. Cerró los ojos, alzó el rostro al cielo y giró una vez más, riendo como una niña que juega con la vida en soledad pensando que nadie la está viendo.
Lissandro se quedó inmóvil. Esa escena lo golpeó como un déjà vu doloroso. Una imagen apareció en su mente: