El hospital olía a desinfectante y estaba más silencioso que nunca.
Luz caminaba con paso rápido por el pasillo principal, sus tacones resonando contra el suelo de mármol, su corazón latiendo tan fuerte que podía oírlo en los oídos.
Las palabras de Leandro seguían repitiéndose en su cabeza como un eco imposible de silenciar:
“El idiota de Cristian salió herido… y ahora está en el hospital.”
Las luces blancas del pasillo le parecían más frías de lo habitual, las paredes más largas, el aire más denso.
Todo se sentía distinto, como si el tiempo se hubiera estirado solo para hacerla sufrir.
Apenas llegó al mostrador de recepción, se inclinó sobre el mesón con voz temblorosa.
—Disculpe… busco a Cristian Mitchell.
La enfermera levantó la vista. Su expresión era profesional, pero amable.
Tecleó rápido en la pantalla, revisando los registros.
—Habitación 408 —informó al cabo de unos segundos—, pero solo familiares pueden pasar por ahora.
Luz asintió, aunque su cuerpo ya estaba moviéndose ante