La gala del orfanato se desplegó como un abrazo cálido en una sala que olía a flores blancas y a madera barnizada. Anna había conseguido que cada pared hablara: fotografías de los niños con su nombre, su edad y cuánto tiempo llevaban en el orfanato colgaban en marcos sencillos pero solemnes; entre ellas, las pinturas al óleo que los niños habían hecho en las clases de Lissandro flotaban con color y verdad. Aquellas obras, vibrantes y a veces torpes, trajeron risas y sollozos: se subastarían esa noche y todo lo recaudado iría íntegro a los estudios de los chicos.
La sala brillaba. Lissandro, íntegro de negro, cruzó el salón del brazo de Anna, que llegaba en un vestido plateado del mismo tono de sus ojos: juntos eran la pareja del mes, el centro inevitable de las miradas. La boda fallida que había sido transmitida en directo había convertido sus nombres en noticia; ahora, sin embargo, la gente los miraba con otros ojos, la de quien cree que le amor verdadero puede vencer cualquier obstá