El último día amaneció con un sabor amargo para Lissandro. La luz entraba tímida por las cortinas del dormitorio, y Anna seguía dormida, desnuda entre las sábanas, con su pierna enredada en su cintura y el rostro sereno apoyado en su pecho. Por un instante, él quiso creer que el tiempo se había detenido, que la vida entera podía resumirse en esa imagen: ella, suya, entregada, confiada.
Pero sabía la verdad. El reloj avanzaba, y con cada minuto se acercaba el final.
Se levantó despacio, la cubrió con la sábana, besó su frente y salió rumbo a su organización. Joaquín ya lo esperaba con todo listo, como siempre.
—Jefe —dijo, poniéndose de pie apenas lo vio entrar—. Terminamos.
Le entregó una carpeta gruesa. Lissandro la abrió y revisó las cifras. El mes había sido una mina de oro. Cien barcos cargados habían entrado bajo la fachada de San Marco Enterprises. La fortuna de Lissandro había crecido como nunca, y ahora era, sin discusión, uno de los mafiosos más ricos del país.
Joaquín hablab