El orfanato respiraba calma esa tarde.
El sol caía por las ventanas grandes del salón principal, dorando los pasillos, el murmullo de los niños y el sonido lejano de un piano en práctica.
Anna estaba en la oficina de Laura, revisando unos informes de donaciones, cuando una sombra apareció en el marco de la puerta.
—Disculpe, ¿Annabel? —dijo una voz masculina, profunda, modulada con cortesía.
Anna levantó la vista, y el aire pareció quedarse quieto.
El hombre sonreía con educación, traje gris, corbata perfectamente anudada, esa clase de elegancia que viene de la sangre o del peligro.
—Señor Coccio —lo reconoció al instante, la sonrisa que había visto semanas atrás en la gala benéfica—.
Bruno Coccio inclinó ligeramente la cabeza.
—Qué gusto verla, señora. No esperaba encontrarla aquí.
—Manejo este orfanato, debo venir a supervisar algunas cosas —dijo Anna, dejando el documento sobre el escritorio—. No sabía que usted también…
—Sí —interrumpió él suavemente—. Soy uno de los nuevos socios