Había pasado un mes desde aquella noche oscura.
El tiempo no había borrado el dolor de Anna, pero al menos había logrado respirar sin romperse.
Se refugiaba cada día en el orfanato, rodeada de risas, dibujos y manos pequeñas que le recordaban que todavía había luz en el mundo.
Lissandro no la dejaba sola ni un segundo.
Cada vez que ella se internaba en el trabajo con las niñas, él instalaba su laptop en una esquina y vigilaba sus correos, rastreos y cámaras.
Mientras Anna enseñaba a pintar o servía el almuerzo, él buscaba rastros de Bruno Cossio entre los servidores del mundo.
El rugido de su teléfono interrumpió la calma de la tarde.
Era Joaquín.
—Lissandro, te necesito en el muelle 10. Hay algo que debes saber.
—¿No puedes manejarlo tú? —preguntó con cansancio.
—No. Debes estar aquí.
Lissandro miró a Anna, que lo observaba con dulzura.
Ella entendía que, en su mundo, una llamada así nunca era una buena señal.
—Estaré bien —le dijo, sonriendo débilmente—. No me moveré de aquí.
Él se