El avión privado aterrizó con suavidad sobre la pista brillante del aeropuerto de Milan.
El sol italiano se reflejaba en el fuselaje plateado, y el aire traía ese aroma a lujo y velocidad que solo emanaba de las ciudades que nunca dormían.
Las escaleras descendieron, y Lissandro San Marco fue el primero en aparecer. Impecable en su traje negro, con el cabello revuelto por el viento y ese porte que mezclaba poder y calma. Bajó con paso firme, cada movimiento medido, con la mirada alerta como siempre.
Detrás de él, Anna tomó su mano. El viento le movió el cabello y el vestido beige se pegó a su silueta con la natural elegancia que la caracterizaba. No necesitaba joyas para brillar; bastaba con su presencia.
Frente a ellos, tres camionetas negras de vidrios polarizados esperaban perfectamente alineadas, rodeadas por hombres de traje oscuro.
Las puertas se abrieron al mismo tiempo, y de la primera bajó un hombre alto, de cabello negro y ojos azules tan fríos como un lago invernal.
Tras él