Lancelot permaneció de pie, con el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido kilómetros. Sus ojos azules no se apartaban de Dionisio, quien, encogido bajo las sábanas, parecía más frágil que nunca.
—Ven aquí, Dioni… —interrumpió Xavier, arrastrando las palabras con esa sonrisa torcida aún manchada de sangre—. Dile a tu perrito guardián que no te manda. Ven conmigo y demuéstrale que no me rechazas. Solos estabas impresionado de mi.
Dionisio cerró los ojos con fuerza, las lágrimas rodando por sus mejillas. Su voz salió débil, temblorosa, pero cargada de dolor:
—¡Basta, Javier! Te dije que pares. Sal de mi habitación... tú también, Lancelot. ¡Los dos, fuera!
Las palabras cayeron como cuchillos en el aire. Xavier se carcajeó suavemente, disfrutando de la desesperación ajena.
— ¿Lo ves? Ni siquiera se atreve a elegirte.
Pero antes de que pudiera continuar, Lancelot se abalanzó sobre él con una fuerza implacable. Lo sujetó del cuello como si levantara un muñeco de trapo, y con un gru