—Nada… me golpeé… —respondió él, sin mirarla.
—No mares idiota. Te conozco, Lanzarote. Esa herida es un puñetazo. ¿Te metiste en problemas en la reunión sin que me diera cuenta? Solo me voy con mis amigas a tomar café y dialogar y tú te metes en problemas.
—Déjalo, Teresa. Ya quiero llegar —murmuró, cerrando los ojos y recostando la cabeza en el vidrio.
Ella frunció el ceño, giró la vista al camino y no dijo nada más. Pero su mente hervía de sospechas.
En la camioneta negra de Xavier, el silencio pesaba tanto como el humo de cigarro que había encendido para calmar la tensión. Dionisio mantenía el rostro apoyado contra el cristal, viendo pasar las luces de los postes como destellos intermitentes. El aire enrarecido olía a whisky, sangre seca y rabia contenida.
Se detuvieron en una clínica pequeña, con paredes color beige y un rótulo luminoso parpadeante. El médico de guardia revisó la herida de Xavier, pero con un poco de desinfectante y un vendaje fue suficiente. No se necesitan punto