Todo parecía marchar muy bien en la agitada vida de Ariel y Camelia. Después de la hermosa ceremonia de boda religiosa en el yate familiar y con el deseo de inaugurar la asociación cuanto antes, pospusieron su viaje y se sumergieron de lleno en el trabajo. Camelia había regresado muy tarde esa noche y corrió a ver a su hija.
Al observar los rastros de llanto en su rostro, se sintió abrumada por la culpa. La llenó de besos, procurando no despertarla, la arropó y bajó a la cocina, donde la mirada de reproche de su abuela la hizo sentirse aún peor. —¡Lo sé, abuela, lo sé! ¡No tengo perdón de Dios! —exclamó, llena de impotencia y tristeza—. ¡Puse a esa chica y todo lo demás por encima de mi hija! ¿Cómo pude hacer eso? ¿Cómo? ¡Sí, sé muy bien lo que se siente cuando