La bruja se desvanecía entre sombras, dejando tras de sí un silencio sepulcral en la sala del consejo de Luna Azul. Kael, el alfa, no dijo una palabra. Su pecho subía y bajaba con fuerza, su respiración enredada entre la furia y la impotencia. Nadie se atrevió a hablarle. Merek lo observó durante largos minutos, hasta que simplemente se dio media vuelta y salió, sin pronunciar juicio alguno. Sabía que Kael lo había entendido todo y que ese entendimiento dolía como un hierro ardiendo en el corazón.
Los días siguientes transcurrieron como una lenta condena. Kael se retiró de la vida común de la manada. Aún era el alfa, pero dejó de presidir reuniones, de entrenar a los jóvenes, de liderar patrullas. Vagaba por el bosque en silencio, olfateando rastros que sabía eran falsos, mirando la luna con los ojos vacíos. A veces dormía junto a la cabaña donde había vivido Adelia. Aunque ya no estaba dentro, el aroma de ella perduraba en la madera, en el polvo, en la tierra misma.
Las noches se vol