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Por primera vez desde que se había mudado a la gran ciudad, May decidió no ir a ver a sus padres. No podría, de todos modos. Estaba agonizando de dolor de cabeza y ahora había comenzado a vomitar otra vez.
Maldito alcohol y maldito William Horvatt. Si no fuera por él, ella habría hecho su vida normal. Estaría ya en la estación de trenes, preparándose para subirse al tren que la llevaría a la casa de sus padres, a varios kilómetros de esa pérfida ciudad llena de sujetos indeseables como William Horvatt.
A las doce recién dejó de vomitar y comenzó a sentirse mejor. A las una, pudo comer algo, aunque luego sintió nauseas. Y a las dos, recibió un llama