El hospital olía a desinfectante y a malas noticias.
Adrián cruzó las puertas automáticas con el corazón desbocado, todavía con la ropa del viaje, el cansancio marcado en el rostro y los ojos enrojecidos de no haber dormido ni un minuto desde que subió al avión.
—Valeria —dijo apenas llegó al mostrador—. Valeria. Vengo por ella.
La enfermera revisó la pantalla, levantó la vista y señaló el pasillo de urgencias.
—Área de observación. Pero… —dudó— hay alguien más con ella.
Adrián no esperó explicaciones.
Caminó rápido, casi corriendo, hasta que lo vio.
Diego estaba sentado en una de las sillas del pasillo, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en el suelo. Al escuchar los pasos, levantó la cabeza.
Sus ojos se encontraron.
No hubo saludo.
No hubo reproches.
Solo una tensión pesada, inevitable.
—¿Cómo está? —preguntó Adrián, directo, con la voz tensa—. ¿Dónde está Valeria?
Diego se levantó despacio. Respiró hondo antes de hablar, como si las palabras pes