La luz del amanecer se filtraba suavemente por las cortinas de lino blanco, tiñendo la habitación de tonos dorados. Andrés abrió los ojos lentamente, dejando que el calor del sol acariciara su piel, pero no fue eso lo que le hizo sonreír. Sobre su pecho, profundamente dormida, descansaba Mariana, con su rostro relajado, la respiración acompasada y una mano extendida sobre su abdomen. Su cabello suelto le cubría parte del rostro, y cada movimiento que hacía al respirar lo llenaba de una ternura inexplicable.
Andrés no podía dejar de mirarla. Después de tantos años, tantas noches vacías, tantos sueños sin ella... tenerla así, tan cerca, tan suya, le parecía un milagro que no merecía.
Una sonrisa plena se dibujó en su rostro. Con una de sus manos acarició con suavidad los cabellos que le caían sobre el rostro, intentando no despertarla, pero fue en vano.
—Si me sigues mirando así, me vas a desgastar —susurró Mariana sin abrir los ojos, con una sonrisa traviesa en los labios.
Andrés soltó