La tarde estaba perfecta y suave con un tono dorado que se colaba por las cortinas de la cocina. Afuera, el canto de los pájaros y las carcajadas de Nicolás creaban un ambiente cálido, casi como si la felicidad hubiera decidido quedarse a vivir allí. El aroma a hierbas frescas y pan recién horneado se mezclaba con el suave perfume que salía del horno, mientras Mariana removía una olla con paciencia. A su lado, Sofía picaba con destreza unas verduras, sonriendo con esa complicidad que solo se construye con los años y con las batallas compartidas.
—Te veo muy feliz, Mariana —comentó Sofía, acomodando los trozos de zanahoria en un plato y levantando la mirada para observarla con ternura—. Hace mucho que no te veía así.
Mariana suspiró, dejando que sus labios se curvaran en una sonrisa serena, de esas que no solo se dibujan en la boca, sino que también iluminan los ojos.
—Cómo no serlo, Sofía, si el hombre que siempre he amado, el padre de mi hijo, está junto a mí. Y a pesar de la distanc