El reloj del comedor marcaba las 7:02 p.m. cuando Andrés apagó la estufa. Había preparado todo con esmero, quizás como una forma de distraerse del nudo que sentía en el estómago. El aroma de la lasaña recién horneada impregnó el ambiente, mezclado con la fragancia suave de las velas encendidas. Todo lucía acogedor, pero a él le sudaban las manos.
Mariana observaba a su esposo desde el marco de la puerta, sosteniendo en brazos a su pequeño, que dormía tranquilo. Llevaba un vestido sencillo, suelto, azul marino. El cabello recogido con una cinta del mismo tono. Estaba hermosa, y a la vez, inquieta.
—¿Estás seguro de que quieres que venga? —preguntó con voz suave.
—Sí —respondió Andrés sin mirarla—. Necesitas escucharla, amor. Y ella necesita mirarte a los ojos.
Mariana asintió sin decir más. Caminó hacia el sofá, dejó a Nicolás ahí, lo arropo y se sentó. Su corazón palpitaba con fuerza. No sabía qué esperar de Valeria. Aunque Andrés le había contado todo lo que pasó en la oficina, y le