La oficina estaba en completo silencio, solo el leve sonido de las hojas siendo firmadas y se ompía la calma densa del lugar. La luz del atardecer entraba en líneas doradas a través de las persianas, bañando los muebles oscuros con un resplandor cálido. Andrés se encontraba sentado detrás del gran escritorio de madera, la mirada concentrada y la mandíbula tensa. Su traje impecable no ocultaba el cansancio de sus ojos ni el rencor latente en su pecho.
De pronto, la puerta se abrió lentamente, sin anunciarse.
—Hijo... —susurró una voz temblorosa.
Andrés alzó la vista y frunció el ceño al ver a su madre de pie en la entrada. Valeria, elegante como siempre, aunque ahora con el rostro pálido y preocupado, sostenía el bolso con ambas manos como si se aferrara a él para no desmoronarse.
—Mamá —dijo Andrés sin moverse—. ¿Qué haces aquí?
Su tono no fue de bienvenida. Fue seco, fuerte, como un muro.
Valeria tragó saliva, sintiendo cómo el corazón le palpitaba con fuerza. Avanzó con p