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Capítulo 5: El Juramento de Esperar

La noche anterior al despertar, Amelia buscó a Dorian. No lo hizo por costumbre ni por formalidad, sino porque necesitaba sentirlo cerca, como si su presencia pudiera calmar el fuego extraño que ardía en su interior.

Lo encontró en el claro del río, sentado sobre una roca, con la luna creciente reflejándose en el agua. Tenía los brazos apoyados en las rodillas y el rostro iluminado por una calma que siempre lograba transmitirle.

—Sabía que vendrías —dijo él sin mirarla, como si hubiera sentido sus pasos antes de oírlos.

Amelia se sentó a su lado, y durante un largo instante se limitaron a escuchar el murmullo del agua. Ella no solía callar tanto tiempo, pero esa noche las palabras parecían inútiles.

—Estoy nerviosa —confesó finalmente, rompiendo el silencio.

Dorian ladeó la cabeza hacia ella, y sus ojos claros brillaron bajo la luna.

—Lo sé. Yo también lo estaría. Pero no tienes que temer. Todo va a salir bien.

Amelia se abrazó las piernas, apoyando la barbilla en sus rodillas.

—¿Y si…? —Calló, atrapada por la misma pregunta que tantas veces había intentado enterrar.

Dorian sonrió con ternura.

—Si lo que estás pensando es que el destino pueda decir otra cosa, te diré lo que siempre te digo: no hay poder más grande que lo que sentimos el uno por el otro.

Sus palabras, sencillas y firmes, le arrancaron una sonrisa insegura. Amelia sabía que él creía en lo que decía, y esa fe inquebrantable era lo que la sostenía.

Un impulso la llevó a acercarse más. La mano de Dorian estaba tibia contra la suya, y pronto no bastó con eso. Se inclinó hacia él, buscando su calor, y cuando sus labios se encontraron, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. No era como los besos furtivos que habían compartido antes; había urgencia, una necesidad desesperada de aferrarse el uno al otro.

El beso se volvió más profundo, más hambriento. Amelia sintió cómo el fuego en sus venas respondía, cómo su piel vibraba con cada roce. Las manos de Dorian se posaron en su cintura, atrayéndola hacia él, y por un instante todo lo que existió fue la certeza de ese contacto, el latido de dos corazones que querían fundirse.

Pero de pronto, Dorian se apartó. No con brusquedad, sino con un cuidado que casi dolió más que una negativa. Apoyó la frente contra la de ella y respiró hondo, intentando calmarse.

—Amelia… —su voz tembló, cargada de deseo y contención—. No ahora.

Ella lo miró confundida, con los labios aún ardiendo.

—¿Por qué? —preguntó, en un susurro que apenas se atrevió a salir.

Dorian acarició su mejilla con el pulgar, mirándola como si quisiera grabar ese instante para siempre.

—Porque quiero que nuestro primer momento sea después del despertar. Cuando el lazo esté completo. No quiero apresurarlo, no quiero que sea por miedo a lo que pueda pasar mañana.

Las palabras la atravesaron como un golpe dulce y cruel al mismo tiempo. Parte de ella quería insistir, quería quedarse en ese calor que los envolvía, pero otra parte reconocía el amor en su decisión. Dorian no se negaba: esperaba. Y eso era, en cierto modo, la promesa más fuerte que podía darle.

Amelia bajó la cabeza, apoyando la frente en su pecho. Él la rodeó con los brazos, y permanecieron así, escuchando los latidos del otro como si fueran el único sonido del mundo.

—Te esperaré siempre, Amelia —murmuró él contra su cabello.

Ella cerró los ojos, aferrándose a esa certeza como a un salvavidas. Quería creer que esas palabras bastarían para detener lo que fuera que la luna guardaba para ellos. Quería creer que nada podría interponerse entre lo que sentían.

Pero, en lo más profundo de su ser, su loba aún dormida se removió, inquieta, como si riera suavemente ante su ingenuidad.

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