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CAPITULO 17: Bajo el Manto de la tarde

Varias semanas habían pasado desde el encuentro secreto entre Coromoto y Blas en el ascensor.

Coromoto y ángel habían regresado y aunque aún permanecían las dudas en él, todo estaba bien entre ambos.

El hospital, con su rutina inquebrantable, seguía siendo el lugar donde todo comenzaba y terminaba para ellos. Entre las luces frías de los pasillos y el incesante ir y venir de enfermeras, médicos y pacientes, su amor crecía en silencio a pasos agigantados. Ya no era necesario esconderse de nadie.

La relación que había nacido en secreto entre el sonido del ascensor y las palabras susurradas en la penumbra, se había convertido en un amor a la vista de todos.

No importaba la hora, ni el lugar; Coromoto y Ángel encontraban momentos para cruzarse, para sonreírse, para sostenerse de la mano en todas las esquinas del hospital.

Pero, a pesar de esa aparente tranquilidad, el tiempo seguía siendo un enemigo.

Ángel, dedicado a su trabajo nocturno desde aquel día, solo lograba ver a Coromoto unos pocos minutos por la mañana, antes de que ella se sumergiera en su jornada de limpieza. Y cuando la situación lo permitía, se quedaba a su lado, ayudándola en lo que pudiera, simplemente para no perderla de vista, para sentir que la cercanía de su amor no se desvanecía.

Y Coromoto, aunque sentía que las horas del día se alargaban demasiado, había comenzado a quedarse algunas noches en turno continuo en el hospital, trabajando, solo para poder tener unos pocos minutos más con Ángel. Así, en la penumbra de la noche y en la quietud del amanecer, se encontraban, compartiendo esos breves momentos como si fueran eternos.

Era una relación que no necesitaba palabras a gritos, pero que sí dependía de gestos pequeños. Y así, cada uno encontraba su forma de demostrarse el amor. Aunque las dudas aún rondaban en la mente de Ángel, especialmente aquellas que nacían de la presencia silenciosa de William, su esposo, el comportamiento de ángel seguía siendo el mismo: atento, cariñoso, preocupado por el bienestar de ella, por su sonrisa, que lo mantenía firme, sin importar las sombras que se cernían sobre ellos.

Esa tarde, como siempre, el hospital estaba en su ajetreo habitual, pero Ángel había decidido hacer algo especial. Había caminado hasta el mercado cercano y comprado un pequeño ramito de girasoles, las flores favoritas de Coromoto.

Era un gesto sencillo, pero lleno de significado. El ramo, con su colorido amarillo brillante, era un recordatorio de lo que compartían. De lo que él sentía por ella.

Coromoto terminó su primer jornada preparándose para continuar trabajando esa noche, con las manos cansadas, pero el rostro sereno. No se esperaba nada especial, como siempre, su rutina seguía su curso. Cuando levantó la vista al salir a despejarse un poco se encontró con Ángel, allí, parado frente a ella, con el ramito de girasoles en las manos, sonriéndole de una forma que le llegó al corazón.

—Esto es para ti —le dijo Ángel, su voz suave, sincera, como siempre.

Coromoto, sorprendida, no podía creerlo.

Las palabras se le escaparon. No estaba acostumbrada a que alguien fuera tan atento, tan generoso con ella, especialmente después de todo lo que había pasado. Aunque él siempre había estado preocupado por ella, siempre atento a su bienestar, ese gesto, tan simple pero tan lleno de cariño, la tomó por sorpresa.

Los girasoles, con su colorido y su frescura, la hicieron sonreír, pero también le provocaron una sensación extraña en el pecho.

Los recuerdos de su vida, de su matrimonio con William, la envolvieron por un instante, y una punzada de culpabilidad atravesó su pecho. Pero enseguida, esos sentimientos fueron reemplazados por algo más fuerte, algo que ya no podía ignorar.

El amor que sentía por Ángel era real, tan real como el aire que respiraba, y no podía negarlo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no eran lágrimas de tristeza, sino de gratitud, de amor, una mezcla de sentimientos que no lograba explicar, pero que podía sentir en lo más profundo de su ser.

Se acercó a Ángel, tomando el ramo entre sus manos, y mirándolo a los ojos, dijo con una sinceridad que parecía atravesar el alma:

—“Prometo que no te vas a arrepentir de volver a confiar en mí.

No voy a volver a fallarte.

Eres el amor de mi vida, y aunque mi nombre lleve otro apellido, yo soy tu mujer y siempre lo seré”.

En ese instante, todo a su alrededor desapareció.

El ruido del hospital, las personas que pasaban a su alrededor por los pasillos, los problemas que ambos sabían que aún quedaban por resolver… todo desapareció. Solo existían ellos dos, bajo la luz tenue de la tarde que se filtraba por las ventanas, envolviéndolos en una atmósfera de calma y amor.

Ángel, con la mirada llena de promesas, la abrazó sin dudar. Sus labios se encontraron en un beso lleno de ternura y pasión, un beso que parecía capaz de fundirlos en un solo ser, sin que nada ni nadie pudiera separarlos. Y mientras el tiempo seguía su curso, con la oscuridad de la tarde envolviendo el hospital.

Coromoto y Ángel se dejaron llevar por ese momento, por ese amor que, aunque fuera breve, era todo lo que necesitaban en ese instante.

La oscuridad de la tarde los rodeó, pero ellos se mantenían firmes, iluminados por el amor que se habían prometido.

No sabían lo que les depararía el futuro, pero ese beso, ese abrazo, les hizo sentir que todo iba a estar bien. Y por un momento, todo lo demás dejó de importar.

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